No tengo nada en contra de salir de fiesta por el frente marítimo de Barcelona, siempre y cuando yo no esté incluida en el grupo. Supongo que si fuera vecina de la Barceloneta no tendría la misma tolerancia. Mis argumentos se basan en hechos reales. No tengo vergüenza en admitirlo. Todos tuvimos esa noche que empieza con un chupito gratis y termina con una reflexión sobre el sentido de la vida, mientras treinta preadolescentes rubias con tacones de medio metro bailan al ritmo de un canción de hip-hop americano que no conoces. ¿Estamos escuchando la misma canción desde hace una hora? ¿Han entrenado esta coreografía? ¿Cómo se aguanta en esos zapatos? Ups, no se aguanta. Ups, viene hacia mí. ¿Me va a vomitar encima? No, parece que viene a besarme. Tengo miedo. En el mejor de los casos la chica sólo te abraza y dice “I looooove Barcelona”.
Pero no nos equivoquemos. El grupo de ‘atrapados en espacios nocturnos del puerto de Barcelona’ se compone de los más variados cuadrantes demográficos y sociales —desde personas que como yo se apuntaron a una cena en grupo de alguien que les caía bien, pero que no conocían demasiado, hasta rusos dueños de yates que no se atreven a caminar 100 metros dentro del puerto y grupos de madres cincuentañeras que pasan el finde de chicas en Barcelona y, mira, les han dado el chupito gratis—. Y los adolescentes fluorescentes (de la piel quemada del sol). Siempre ellos. Nos toca a nosotros, vecinos de Barcelona, mantener a estas pobres criaturas lejos del puerto. De momento, cuando alguien me para de noche por la calle preguntando dónde está la zona del puerto, los envío en dirección al Tibidabo. No lo hago a malas. Es una causa darwiniana. Sólo los más espabilados sabrán encontrar el camino, y así, poco a poco, el puerto puede dejar de ser el desagüe de la ciudad.Cuando las visitas quieren hacer el guiri
